En la parábola de la higuera plantada en la viña de un hombre, nuestro Señor Jesucristo nos dice que nosotros somos precisamente esa higuera que Dios había plantado en el seno de su Iglesia, y de la cual tenía el derecho de esperar buenas obras; pero hasta el presente hemos defraudado sus esperanzas. Indignado por nuestra conducta, quería quitarnos de este mundo y castigarnos; pero Jesucristo, que es nuestro verdadero viñador, que cultiva nuestra alma con tanto cuidado, y que es además nuestro mediador, ha intervenido por nosotros ante su Padre, para que nos deje aún este año en la tierra, prometiéndole que redoblará sus cuidados y hará todo lo que pueda para convertirnos. Encargará a sus ministros que está siempre dispuesto a recibirlos, que su misericordia es infinita. Pero, si a pesar de todo ésto, se obstinan en no amar a Dios, lejos de defendernos contra su justicia, Él mismo se volverá contra ellos, rogando a Dios que nos quite de este mundo y los castigue.
El hombre aquí en la tierra no puede menos que ser desgraciado ante tantos males: enfermedades, pesadumbres, persecuciones, pérdidas de bienes de fortuna caen sobre nosotros sin cesar. Al habernos puesto Dios en este mundo, con todos estos males, quiere forzarnos a no apegar a él nuestro corazón y a suspirar por otros bienes más grandes, más puros y más duraderos que los que pueden hallarse en esta vida. Ninguna cosa creada es capaz de contentar el corazón del hombre, solo en los bienes eternos hallaremos esa dicha que tanto anhela.
Jesucristo, con sus sufrimientos y su muerte, ha hecho meritorios todos nuestros actos, de suerte que para el buen cristiano no hay un solo movimiento en nuestro corazón y en nuestro cuerpo que quede sin recompensa, si se hace por Él. Basta sencillamente hacerlo todo para agradar a Dios, así nuestras acciones no serán penosas, por el contrario serán más suaves y ligeras. Desde que nos despertamos debemos ofrecer a Dios todas nuestras obras, por amor y gloria de Él, uniéndolas al sacrificio redentor de Cristo. Cuidar de ofender a Dios, pensar en la muerte como algo próximo y el juicio final, utilizar el tiempo del día santamente. Al ofrecer los actos diarios a Dios, en unión del sacrificio de Cristo, debemos hacerlo en estado de gracia para que sean meritorios y no obras perdidas; si están con pecado grave hacer un acto de contrición y hacer el propósito formal de confesarse en seguida. Cuando se tenga una tentación del maligno pedir inmediatamente la ayuda de Dios, de la Virgen María y del santo ángel de la guarda.
Los padres y madres deben acostumbrar a sus hijos desde muy pequeñitos a resistir la tentación. Están obligados, bajo pena de condenación si no lo hacen, a instruirlos del modo en como deben conducirse para llegar al cielo.
Deben también enseñarles a santificar su trabajo, es decir, a trabajar no para enriquecerse, ni para hacerse estimar del mundo, sino para agradar a Dios, que nos lo manda en expiación de nuestros pecados; así tendrán el consuelo de verlos el día de mañana jóvenes sensatos y obedientes y de que sean vuestro contento en este mundo y vuestra gloria en el otro; tendrán la dicha de verlos temerosos de Dios y dueños de sus pasiones. Los padres deben inspirar en los hijos el amor y el temor de Dios. Dios encomienda las almas de los hijos a sus padres, de las cuales darán algún día cuenta muy rigurosa.
Por último debe hacerse la oración de la noche en común y debe añadirse un examen en común, es decir, detenerse cada uno un instante para traer a la memoria sus pecados. El que hace la oración no debe decirla ni muy lenta, para que no se distraigan los demás, ni muy rápida, a fin de que puedan seguirle. Nada más ventajoso que esta práctica de piedad. Antes de acostarse hacer un poco de lectura piadosa. rezar el santo rosario para atraer la protección sobre ustedes de la Santísima Virgen María. Dormir tranquilamente y si se despierta durante la noche aprovechar el tiempo para alabar y adorar a Dios.
Los desordenes o pecados, más comunes y más peligrosos que es preciso evitar son: las veladas o tertulias, los juramentos y las palabras y canciones deshonestas.
Las tertulias o reuniones nocturnas son ordinariamente la escuela en donde los jóvenes pierden todas las virtudes de su edad y aprenden toda suerte de vicios. Las virtudes de la juventud son: el gusto por la oración, la frecuencia de los sacramentos, la sumisión a los padres, la asiduidad en el trabajo, una admirable pureza de conciencia, un vivo horror al pecado vergonzoso. Tales son las virtudes que los jóvenes deben esforzarse por adquirir. Por muy juicioso o asentado que esté un joven o una joven en estas virtudes, si tienen la desgracia de frecuentar ciertas tertulias o ciertas compañías, muy pronto las habrán perdido todas.
Las palabras libres o deshonestas ofenden a Dios y escandalizan a nuestro prójimo. Muchas veces no se necesita más que una palabra deshonesta para ocasionar mil pensamientos malos, mil vergonzosos deseos, y aún quizás para precipitar en un número infinito de otras infamias, y para enseñar a las almas inocentes el mal que tenían la dicha de ignorar. El Espíritu Santo nos dice que este maldito pecado de la impureza ha cubierto la superficie de la tierra.
Otro desorden que reina entre las familias y entre los trabajadores son las impaciencias, las murmuraciones o quejas.
Los trabajadores, si quieren ganar el cielo, deben aguantar con paciencia el rigor de las estaciones, el mal humor de los que les dan trabajo; evitar esas quejas y esas maldiciones que son tan comunes en ellos, y cumplir fielmente su deber. Los esposos y esposas deben vivir unidos en paz, edificarse mutuamente, orar el uno por el otro, sobrellevar sus defectos con paciencia, animarse a la virtud con sus buenos ejemplos y seguir las reglas santas y sagradas de su estado, pensando que son hijos de "santos" y que por consiguiente, no han de portarse como los paganos, que no tiene la dicha de conocer al verdadero Dios.
Dios es tan bueno al darnos la esperanza de un año más, hemos de hacer todo lo posible para pasarlo santamente, y que durante este año podamos aún ganarnos la amistad de nuestro Dios, reparar el mal que hemos hecho, no solo en el pasado año, sino en toda nuestra vida, y asegurarnos una eternidad de dicha, de gozo y de gloria. Todo para Dios.